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Ministra con jardín al fondo- Roberto Lumbreras


 
 
 
Yo,
la excelentísima ministra,
jurista por tradición de familia,
notaria por orgullo de madre,
política por consejo de padre,
designada por el Partido,
elegida por el Pueblo,
CONFIESO:
 
Que quiero, en realidad, ser jardinera.
Que siempre, desde niña, quise serlo.
Que añoro aquel Edén que se perdiera,
y la feliz Arcadia de idilios y de versos.
Que sueño con los jardines de Versalles,
y ese jardín inglés de suaves lomas y praderas,
con la fragancia de verdores rezumantes
y la frescura de relentes matinales
con que el jardín premia a la jardinera.
Muero por ser la cuidadora de ese vergel
que colma el alma y regala los sentidos.
Que lo quiero con el prurito y el apremio
de mi respiración, de mis latidos,
de mi sed y de mi sueño.
 
Yo,
la excelentísima ministra,
confieso que, desde mi despacho,
observo con envidia al jardinero del palacio.
Confieso haberme estremecido en medio de una junta
al oír brotar afuera el agua de los surtidores,
como si fuese yo la flor que recibiera ese rocío.
Confieso que quisiera preguntar al jardinero
cuándo se ha de plantar el crisantemo,
en qué días florecen los narcisos,
o  si la nieve pudiera ser mortal para la orquídea.
Confieso,
que envidio al jardinero cuando silba,
cuando esculpe los bojes,
cuando huele las flores como si las besara,
cuando plantó aquel día los tulipanes alineados,
que han florecido justo esta mañana,
tan pulcros y amarillos,
revelando un bello nombre de mujer:
A D A
Confieso que hoy, después de la reunión,
no he podido evitarlo, y he llorado.
He llorado por los sublimes tulipanes.
He llorado por no llamarme Ada.
Y sobre todo, he llorado
por ser la excelentísima ministra
y no la jardinera del palacio.
 
Yo,
la excelentísima ministra,
he de fundamentar esta comparecencia
en que es injusto y triste
que un jardín ofrezca en vano su belleza;
que la violeta pase, en su modestia, inadvertida;
que cante el ruiseñor sin que alguien calle para ponderarlo;
que nadie se conmueva ante la Venus del ninfeo
o ante el Apolo que reina en su templete, tan ufano;
que se tenga a ese columpio de lianas muerto en vida
envuelto en el sudario de las telarañas;
o a la discreta fuente del cenador no se le aprecie
la cristalina vida que, a cada instante, nos regala.
 
Yo,
la excelentísima ministra,
confieso,
que quiero ir al encuentro
de ese jardín amable que aún me está esperando.
Que no me importa ser la jardinera de adopción
de ese jardín selvático, dejado y sin cuidados,
pues sé, que con mi amor de regadíos y podados,
lo sacaría adelante, y hermoso, luciría
ese verdor de terciopelo con que Watteau lo pintaría.
Yo quiero ir al encuentro de ese jardín galante,
de sus inocuos laberintos,
de sus caleidoscópicos parterres,
las falsas ruinas que le dan empaque,
el lago de nenúfares que, ingenuos, se creen cisnes,
la noria donde el agua se cita con el aire;
el rosedal donde las flores hablan con su perfume alado,
y la arboleda en cuyas ramas suenan vivos los Stradivarius.
Yo quiero ir al encuentro de ese jardín soñado
con bustos de poeta en pose grave, 
y patos de cómicos zapatos y voz de saxo,
que atraen los niños con su pan en los estanques.
Ese jardín con bancos apartados bajo los tilos y castaños,
o, más discretos, en los grutescos pabellones,
donde los novios a quererse se abandonan
y hacen injerto con sus savias y sus roces.
 
Yo,
la excelentísima ministra,
sueño que soy emperadora en mis jardines
y paso el puente chino meditando
si las carpas quieren hablarme con sus saltos
o es el plenilunio quien las alborota.
Sueño que soy Armida en mi jardín de magia 
y almuerzo compartiendo el pan con los gorriones,
que a mi lado, piando, me demandan.
Sueño que soy la protegida de la diosa Flora,
y que si la faena en el estío me acalora,
tomo un baño desnuda junto a Neptuno y los tritones.
Sueño que con susurros la fuente me amodorra,
y sesteo bajo la sombra tamizada de los sauces
hasta que me despierta el canto de la alondra.
 
Yo,
la excelentísima ministra,
no quiero ya vestir de alta costura,
sino como demanda la campiña,
para moverme entre las zarzas y espesuras.
Sueño con despedirme de mis serios guardaespaldas
y jugar con mis lebreles de alegría.
Sueño ese día sin protocolo ni etiqueta,
para cantar en mis labores sin dispensa;
para beber un trago de agua cuando mi sed me pida
y secarme los labios con la mano sin vergüenza;
Para probar, antojadiza, una frambuesa,
aunque su dulce sangre mi camisa hiera;
para correr de pronto persiguiendo un molinillo
o pararme a contemplar el acotado paraíso,
en el momento que mi espíritu requiera.
 
 
Yo,
la excelentísima ministra,
por todo lo que he expuesto más arriba,
visto el informe vinculante de mi anhelo,
resuelvo presentar mi dimisión,
y en consecuencia,
pongo a disposición de ese Gobierno
mi cargo y mi cartera,
mi tratamiento,
mi sello con su lacre,
mi auto blindado con acero sueco,
Ítem más:
el chaleco antibalas camuflado con encaje
hecho en París a la medida de mi talle.
 
Yo,
la excelentísima ministra,
Dejo mi vida secuestrada de autopista
y su trajín de ruedas y tacones,
para pisar la tierra calzando deportivas
y vestir ajustados pantalones;
Dejo mi agenda sin hueco para un beso
para seguir lo que me apele y me enamore;
dejo el brindis de un sorbo de las recepciones,
para libar con Baco hasta que la aurora asome.
 
Yo,
La excelentísima ministra,
voy al encuentro de mi jardín, y de mí misma.
Quiero pasear serena por su senda, y hallar así la mía.
Allí, en donde todo es verdadero, sencillo y sin postura.
Y, en su silencio, recordar la lengua que hablaba yo de niña:
sentir de nuevo que es un juego mi trabajo;
andar sin miedo al sol, al barro o a la lluvia;
volar de una carrera, pero no vivir con prisa;
dormir sabiendo, únicamente, que mañana habrá otro día.
 
Yo,
la excelentísima ministra,
voy al encuentro del jardín soñado,
donde la vida, sin más evento, se sucede.
A la región en donde aún se puede ver el horizonte
y el sol ama a la tierra en cada ocaso.
Allí, donde se puede renacer si antes morimos,
donde se obtiene todo si desnudos vamos.
Voy al lugar donde olvidar lo malo que aprendimos,
al lugar donde aprender lo bueno que olvidamos.

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