Yo,
la excelentísima
ministra,
jurista por tradición
de familia,
notaria por orgullo de
madre,
política por consejo de
padre,
designada por el
Partido,
elegida por el Pueblo,
CONFIESO:
Que quiero, en
realidad, ser jardinera.
Que siempre, desde
niña, quise serlo.
Que añoro aquel Edén
que se perdiera,
y la feliz Arcadia de
idilios y de versos.
Que sueño con los
jardines de Versalles,
y ese jardín inglés de
suaves lomas y praderas,
con la fragancia de
verdores rezumantes
y la frescura de
relentes matinales
con que el jardín
premia a la jardinera.
Muero por ser la
cuidadora de ese vergel
que colma el alma y
regala los sentidos.
Que lo quiero con el
prurito y el apremio
de mi respiración, de
mis latidos,
de mi sed y de mi
sueño.
Yo,
la excelentísima
ministra,
confieso que, desde mi
despacho,
observo con envidia al
jardinero del palacio.
Confieso haberme
estremecido en medio de una junta
al oír brotar afuera el
agua de los surtidores,
como si fuese yo la
flor que recibiera ese rocío.
Confieso que quisiera
preguntar al jardinero
cuándo se ha de plantar
el crisantemo,
en qué días florecen
los narcisos,
o si la nieve pudiera ser mortal para la
orquídea.
Confieso,
que envidio al
jardinero cuando silba,
cuando esculpe los
bojes,
cuando huele las flores
como si las besara,
cuando plantó aquel día
los tulipanes alineados,
que han florecido justo
esta mañana,
tan pulcros y
amarillos,
revelando un bello
nombre de mujer:
A D A
Confieso que hoy,
después de la reunión,
no he podido evitarlo,
y he llorado.
He llorado por los
sublimes tulipanes.
He llorado por no
llamarme Ada.
Y sobre todo, he
llorado
por ser la
excelentísima ministra
y no la jardinera del
palacio.
Yo,
la excelentísima
ministra,
he de fundamentar esta
comparecencia
en que es injusto y
triste
que un jardín ofrezca
en vano su belleza;
que la violeta pase, en
su modestia, inadvertida;
que cante el ruiseñor
sin que alguien calle para ponderarlo;
que nadie se conmueva
ante la Venus del ninfeo
o ante el Apolo que reina
en su templete, tan ufano;
que se tenga a ese
columpio de lianas muerto en vida
envuelto en el sudario
de las telarañas;
o a la discreta fuente
del cenador no se le aprecie
la cristalina vida que,
a cada instante, nos regala.
Yo,
la excelentísima
ministra,
confieso,
que quiero ir al
encuentro
de ese jardín amable
que aún me está esperando.
Que no me importa ser
la jardinera de adopción
de ese jardín
selvático, dejado y sin cuidados,
pues sé, que con mi
amor de regadíos y podados,
lo sacaría adelante, y
hermoso, luciría
ese verdor de
terciopelo con que Watteau lo pintaría.
Yo quiero ir al
encuentro de ese jardín galante,
de sus inocuos
laberintos,
de sus caleidoscópicos
parterres,
las falsas ruinas que
le dan empaque,
el lago de nenúfares
que, ingenuos, se creen cisnes,
la noria donde el agua
se cita con el aire;
el rosedal donde las
flores hablan con su perfume alado,
y la arboleda en cuyas
ramas suenan vivos los Stradivarius.
Yo quiero ir al
encuentro de ese jardín soñado
con bustos de poeta en
pose grave,
y patos de cómicos
zapatos y voz de saxo,
que atraen los niños
con su pan en los estanques.
Ese jardín con bancos
apartados bajo los tilos y castaños,
o, más discretos, en
los grutescos pabellones,
donde los novios a
quererse se abandonan
y hacen injerto con sus
savias y sus roces.
Yo,
la excelentísima
ministra,
sueño que soy
emperadora en mis jardines
y paso el puente chino
meditando
si las carpas quieren
hablarme con sus saltos
o es el plenilunio
quien las alborota.
Sueño que soy Armida en
mi jardín de magia
y almuerzo compartiendo
el pan con los gorriones,
que a mi lado, piando,
me demandan.
Sueño que soy la
protegida de la diosa Flora,
y que si la faena en el
estío me acalora,
tomo un baño desnuda
junto a Neptuno y los tritones.
Sueño que con susurros
la fuente me amodorra,
y sesteo bajo la sombra
tamizada de los sauces
hasta que me despierta
el canto de la alondra.
Yo,
la excelentísima
ministra,
no quiero ya vestir de
alta costura,
sino como demanda la
campiña,
para moverme entre las
zarzas y espesuras.
Sueño con despedirme de
mis serios guardaespaldas
y jugar con mis
lebreles de alegría.
Sueño ese día sin
protocolo ni etiqueta,
para cantar en mis
labores sin dispensa;
para beber un trago de
agua cuando mi sed me pida
y secarme los labios
con la mano sin vergüenza;
Para probar,
antojadiza, una frambuesa,
aunque su dulce sangre
mi camisa hiera;
para correr de pronto
persiguiendo un molinillo
o pararme a contemplar
el acotado paraíso,
en el momento que mi
espíritu requiera.
Yo,
la excelentísima
ministra,
por todo lo que he
expuesto más arriba,
visto el informe
vinculante de mi anhelo,
resuelvo presentar mi
dimisión,
y en consecuencia,
pongo a disposición de
ese Gobierno
mi cargo y mi cartera,
mi tratamiento,
mi sello con su lacre,
mi auto blindado con
acero sueco,
Ítem más:
el chaleco antibalas
camuflado con encaje
hecho en París a la
medida de mi talle.
Yo,
la excelentísima
ministra,
Dejo mi vida
secuestrada de autopista
y su trajín de ruedas y
tacones,
para pisar la tierra
calzando deportivas
y vestir ajustados
pantalones;
Dejo mi agenda sin
hueco para un beso
para seguir lo que me
apele y me enamore;
dejo el brindis de un
sorbo de las recepciones,
para libar con Baco
hasta que la aurora asome.
Yo,
La excelentísima
ministra,
voy al encuentro de mi
jardín, y de mí misma.
Quiero pasear serena
por su senda, y hallar así la mía.
Allí, en donde todo es
verdadero, sencillo y sin postura.
Y, en su silencio,
recordar la lengua que hablaba yo de niña:
sentir de nuevo que es
un juego mi trabajo;
andar sin miedo al sol,
al barro o a la lluvia;
volar de una carrera, pero
no vivir con prisa;
dormir sabiendo,
únicamente, que mañana habrá otro día.
Yo,
la excelentísima
ministra,
voy al encuentro del
jardín soñado,
donde la vida, sin más
evento, se sucede.
A la región en donde
aún se puede ver el horizonte
y el sol ama a la
tierra en cada ocaso.
Allí, donde se puede
renacer si antes morimos,
donde se obtiene todo
si desnudos vamos.
Voy al lugar donde
olvidar lo malo que aprendimos,
al lugar donde aprender
lo bueno que olvidamos.
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