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Cita en Otoño - Roberto Lumbreras (Narrador Mitxel Casas)



Otoño…
El sol se desvanece.
La hojas son las aves.
La brisa anuncia el agua.
El agua huele a tierra.
Leve lluvia templada.
Alguien silba La lluvia.
Recuerdos de París.
Adoquines mojados.
Bullicio de estudiantes.
Libros que incuban senos.
La tarde dulce, amable.
El parque ocre e íntimo.
Bancos llenos de nombres.
Troncos llenos de fechas.
¡Agridulce nostalgia…!
Miro el reloj: es la hora.
Cita con la mujer del tren.
Me trae el libro prestado.
(Labios rojos, perfectos,
ojos grandes, dorados).
“Su libro…. ¡Oh, su libro…!”
Andamos.
Nos tratamos de tú.
Hablamos de la velocidad
del tren… y de la vida.
Confesamos poetas predilectos,
idiomas, profesiones,
vocaciones frustradas,
ciudades y canciones.
Hablamos con rara confianza
de nuestros hijos,
del futuro.
de que si hubiese un Más Allá,
no estaría mal,
pero que espere
y que se alargue el más acá:
exactamente donde ambos estamos.
Esto lo digo yo, pero ella ríe,
y con su risa de “arco iris”
lo refrenda.
Ahora nos apetece
un banco solitario.
Nos sentamos.
Me recita mis versos,
los que más la han “tocado”.
Es un sensual misterio
el que recite mi verbo.
Le digo que me halaga,
y callo lo que siento:
que mis versos los haya humedecido
con su aliento.
Ahora, la mujer saca del bolso algo.
¿Bombones? Aún mejor:
un libro, de poemas.
Y el libro
es el mejor posible:
uno de su autoría:
¡Se desnuda por tanto!;
pues, además,
son versos manuscritos,
los ideales para mi fetichismo blanco.
“Los últimos”, aclara,
“en confidencia,
en primicia,
no tengo copia”.
Y yo agradezco:
“es un honor, mil gracias”,
y le prometo custodiarlos.
Nueva cita aceptada
con la mujer madura
ansiosa del dictamen
que me ruega “sincero”,
como si su hermosura
fuese a ablandar mi juicio…
Y yo, asiento y disimulo
lo que pienso y ansío:
leerlo, estar a solas,
a solas con su alma y con su seso,
reandando con mis pasos
las huellas de sus versos.
Al fin, miramos el reloj:
es la hora improrrogable,
que a la par lamentamos.
Últimos rayos de sus ojos
Nos despedimos.
Besos en las mejillas.
Nos volvemos.
Y, lentamente,
nos vamos alejando.
Al poco, estoy silbando,
inopinadamente,
una canción muy tonta y vieja:
la última vez que la silbé…,
sólo recuerdo que era joven.
Tengo el libro, lo palpo.
Soy consciente
de mi felicidad tangible.
Sonrío.
Si fuera un musical de ese Gene Kelly
haría claqué en el charco.
Suspiro: “hoy soy feliz”.
Me llevo su palabra
y el perfume que aún impregna el tomo.
Huelo y leo, y exclamo:
¡Plenitud del Otoño!

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